En este mes de mayo, el retiro propuesto desde el Consejo Diocesano es sobre San Antonio María Claret. El retiro se celebrará el día 8 a las 10:30h, en la sede del Consejo Diocesano (Calle Silva 12, 2º)
San Antonio María Claret es un alma grande en un cuerpo pequeño. De apariencia sencilla, que despierta respeto. Fuerte de carácter, irradia suavidad nacida de la penitencia y la austeridad. Calumniado y admirado, festejado y perseguido. Mil veces amenazado de muerte, siempre sale vivo: «La Divina Providencia –dice- siempre ha velado por mí de modo especial… El mundo siempre ha procurado perseguirme, pero Dios ha cuidado de mí».
Claret sale de la industria del siglo XIX. Tejer telas, que es a lo que se dedica la familia, le encanta. Dios no mutilará su personalidad al convertirlo, sino que quiere cristianar por él el mundo de la industria y de la fábrica. «Un santo moderno», le llama Pío XI. En 1861, con cincuenta y cuatro años y en Madrid, el mismo Claret escribe su autobiografía. Nace en Sallent, a cincuenta kilómetros de Barcelona, en 1807, meses antes de comenzar la Guerra de la Independencia. Sus padres provienen de clases proletarias. «Honrados y temerosos de Dios, y muy devotos de Santísimo Sacramento del Altar y de María Santísima», escribe. Antonio es el quinto entre once hermanos. Vive en un pueblo humilde y un hogar oscuro donde hay un telar, se reza, se socorre a los pobres, se oyen gritos, lloros y golpes de los otros hermanos que con él se sientan a la mesa.
El hombre está en el niño. Un rasgo encantador de su psicología, nos revela en sus escritos: «Soy de corazón tierno y compasivo. No puedo ver una desgracia, una miseria que no socorra. Me quitaré el pan de la boca para darlo a los pobres…». La fugacidad de la vida que le ofrece el mundo le impulsa a creer en la vida eterna. «La idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí casi desde los cinco años es el resorte y aguijón de mi celo por la salvación de las almas», escribe, y llega a decir «no entiendo cómo otros sacerdotes que creen en estas mismas verdades que yo no exhortan a la gente para preservarlos de caer en el infierno».
Su infancia corre apacible. Familia y escuela forjan al futuro apóstol. Muchas tardes en los días de fiesta desaparecía de casa, acompañado por su hermana Rosa, y se dirigían al vecino santuario de Nuestra Señora de Fusimaña. Por aquel entonces vivía intensamente el misterio eucarístico, tal y como nos confidencia: «Al anochecer, cuando apenas quedaba gente en la Iglesia, me volvía yo y solito me las entendía con el Señor… Me ofrecía mil veces a su servicio y deseaba ser sacerdote. Le decía: “No veo en lo humano ninguna esperanza, pero si quieres lo arreglarás todo”».
La suavidad y paciencia de su padre será la escuela en la que Antonio aprenda. Como dirá más adelante: «Más buen partido se saca de andar con dulzura que con aspereza y enfado». A los veintidós años ya lleva cuatro en Barcelona. Las cualidades humanas que contiene le convierten en un joven arrollador. Pero la profesión le esclaviza y acapara su corazón, distrayéndose de Dios. En palabras suyas, «en la misa tenía más máquinas en la cabeza que santos en el altar». Hasta que un día, como él cuenta, «estando oyendo la Santa Misa, me acordé de lo que había leído de niño en el Evangelio: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”. Esta frase me causó profunda impresión. Fue una saeta que me hirió el corazón”. La puntilla a esta saeta viene por un hecho que le sucedió. En Sallent se desploma una casa en la que minutos antes él había estado visitando a los dueños.
«Todos estos golpes me los daba el Señor para despertarme y salir del mundo, pero aún faltaba el más fuerte», escribe. Un amigo con el que jugaba a la lotería le estafa y roba en una casa. Le condenan a un año de presidio. «No puedo explicar la herida que me hizo este percance –dice-, no por la pérdida de intereses sino del honor». Desengañado, aburrido y fastidiado del mundo decide hacerse cartujo, desazonando a su padre, que esperaba que fuera un gran empresario. Un sacerdote le aconseja ir al seminario de Vic, donde ingresa en 1829. En 13 de junio de 1835 es ordenado de sacerdote. Tiene veintisiete años.
Al poco tiempo, movido de grandes deseos de evangelización, se encamina hacia Civitavecchia. Quiere ingresar en Propaganda Fide. Le aconsejan entrar en la Compañía de Jesús, y, como él mismo dice: «De la noche a la mañana me hallé jesuita». Sin embargo, el reúma de la pierna derecha le impide vivir como tal y el padre general le dice que se regrese a España. Antonio obedece. Regresa a España como párroco en Viladrau, pero el sacerdote que salió de Roma, ahora el es misionero Claret. Exonerado de todo cargo pastoral sale de Viladrau a los treinta y tres años. Se entrega a las órdenes del obispo de Vic para misionar. Tez morena, bajo de estatura, lleno de cuerpo, frente alta. Mirada escrutadora, bajo unas cejas pobladas, penetraba hondo en los corazones. «Siempre a pie, de una ciudad a otra por muy apartadas que estuvieran, a través de nieves o calores abrasadores, sin un céntimo, pues nunca cobraba nada». El gobierno progresista le persigue. «Muchas veces –escribe- corría la voz de que me habían asesinado. En medio de todo esto, yo pasaba de todo. Tenía ratos muy buenos y otros muy amargos. No rehusaba las penas, al contrario, las amaba y deseaba morir por Cristo».
Además de misionero se hace periodista. Torrentes de opúsculos, libros y hojas volantes salen de su pluma. En 1847 funda una editorial, adelantándose a la prensa católica. Es un director realista de almas que lanza a la acción. Funda muchas hermandades y es precursor de la Acción Católica.
Amenazado de muerte, en 1848 abandona Cataluña y va a las Islas Canarias durante un año. El obispo de Canarias, años más tarde, da testimonio de su paso por las islas: «Sus misiones avivaron la fe casi exánime, y encendieron la llama de la caridad en muchos isleños». En 1849 regresa a Vic, soñando con una familia de apóstoles que prendan fuego en el mundo. Comienza una tanda de ejercicios con cinco compañeros. Nace allí la congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María.
El 11 de agosto de 1849, al bajar del púlpito le dicen que vaya a ver al obispo, quien le entrega el nombramiento de arzobispo de Santiago de Cuba. Tenía cuarenta y cuatro años, y permanece seis en Cuba. Persecuciones, puñales, incendios y calumnias se desencadenan contra él. Un santo es siempre enojoso para quienes no quieren serlo. «El obispo –decía- debe estar preparado para tres cosas: ser envenenado, procesado o condenado. Si los hombres le respetan, Dios le condenará». Él mismo contará cómo intentaron matarlo: «Cuando salía de la Iglesia se me acercó un hombre en ademán de besarme el anillo. Al instante alargó el brazo armado con una navaja de afeitar… No puedo explicar el placer, el gozo que sentía mi alma al ver que lograba lo que tanto deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María».
En 1857 Isabel II reclama su presencia en Madrid. «Si me quitan la mitra –escribe- voy a dar un salto que llega hasta las nubes». Permanece diez años en la corte, no aceptando vivir en palacio. Evangeliza ciudades y pueblos aprovechando los viajes de los reyes. La presencia de Claret en Madrid es una continua ofensiva contra él. Periódicos, libros, teatros, le calumnian. Se escriben biografías adulteradas… pero el santo nos da la clave de su fortaleza: «El día 15 de diciembre de 1857 Dios me infundió amor a la persecución y a las calumnias». Doce veces intentan asesinarlo, y algunos de los propios ejecutores del crimen se convierten ganados por su santidad. «Dejadlos –decía- son artífices de mi alma. Si supiesen el bien que me hacen, seguro que no se acordarían de mí». El 26 de agosto de 1861 recibe una gracia incomparable: «Hallándome en oración a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia de conservar las especies sacramentales y tener siempre día y noche el Santísimo Sacramento en el pecho». Las luces divinas más elevadas descienden al alma sólo en el silencio de la mortificación amorosa que acalla pasiones.
La reina es desterrada y Claret le acompaña. El 8 de diciembre de 1889 se abre el Vaticano I. El 31 de mayo de 1870 se declara la infalibilidad pontificia. Claret vaticina que morirá en defensa de la infalibilidad. De vuelta a Francia, se siente morir, y se detiene en la abadía cisterciense de Fontfroide. En su agonía no le dejan tranquilo sus enemigos. Sólo la muerte le librará de persecuciones. Con pulso tembloroso, escribe el anhelo de su corazón: «Quiero ser desatado y estar con Cristo, como María Santísima, mi Madre». Salía el sol del 24 de octubre y entregaba su alma al Señor.
Claret sale de la industria del siglo XIX. Tejer telas, que es a lo que se dedica la familia, le encanta. Dios no mutilará su personalidad al convertirlo, sino que quiere cristianar por él el mundo de la industria y de la fábrica. «Un santo moderno», le llama Pío XI. En 1861, con cincuenta y cuatro años y en Madrid, el mismo Claret escribe su autobiografía. Nace en Sallent, a cincuenta kilómetros de Barcelona, en 1807, meses antes de comenzar la Guerra de la Independencia. Sus padres provienen de clases proletarias. «Honrados y temerosos de Dios, y muy devotos de Santísimo Sacramento del Altar y de María Santísima», escribe. Antonio es el quinto entre once hermanos. Vive en un pueblo humilde y un hogar oscuro donde hay un telar, se reza, se socorre a los pobres, se oyen gritos, lloros y golpes de los otros hermanos que con él se sientan a la mesa.
El hombre está en el niño. Un rasgo encantador de su psicología, nos revela en sus escritos: «Soy de corazón tierno y compasivo. No puedo ver una desgracia, una miseria que no socorra. Me quitaré el pan de la boca para darlo a los pobres…». La fugacidad de la vida que le ofrece el mundo le impulsa a creer en la vida eterna. «La idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí casi desde los cinco años es el resorte y aguijón de mi celo por la salvación de las almas», escribe, y llega a decir «no entiendo cómo otros sacerdotes que creen en estas mismas verdades que yo no exhortan a la gente para preservarlos de caer en el infierno».
Su infancia corre apacible. Familia y escuela forjan al futuro apóstol. Muchas tardes en los días de fiesta desaparecía de casa, acompañado por su hermana Rosa, y se dirigían al vecino santuario de Nuestra Señora de Fusimaña. Por aquel entonces vivía intensamente el misterio eucarístico, tal y como nos confidencia: «Al anochecer, cuando apenas quedaba gente en la Iglesia, me volvía yo y solito me las entendía con el Señor… Me ofrecía mil veces a su servicio y deseaba ser sacerdote. Le decía: “No veo en lo humano ninguna esperanza, pero si quieres lo arreglarás todo”».
La suavidad y paciencia de su padre será la escuela en la que Antonio aprenda. Como dirá más adelante: «Más buen partido se saca de andar con dulzura que con aspereza y enfado». A los veintidós años ya lleva cuatro en Barcelona. Las cualidades humanas que contiene le convierten en un joven arrollador. Pero la profesión le esclaviza y acapara su corazón, distrayéndose de Dios. En palabras suyas, «en la misa tenía más máquinas en la cabeza que santos en el altar». Hasta que un día, como él cuenta, «estando oyendo la Santa Misa, me acordé de lo que había leído de niño en el Evangelio: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”. Esta frase me causó profunda impresión. Fue una saeta que me hirió el corazón”. La puntilla a esta saeta viene por un hecho que le sucedió. En Sallent se desploma una casa en la que minutos antes él había estado visitando a los dueños.
«Todos estos golpes me los daba el Señor para despertarme y salir del mundo, pero aún faltaba el más fuerte», escribe. Un amigo con el que jugaba a la lotería le estafa y roba en una casa. Le condenan a un año de presidio. «No puedo explicar la herida que me hizo este percance –dice-, no por la pérdida de intereses sino del honor». Desengañado, aburrido y fastidiado del mundo decide hacerse cartujo, desazonando a su padre, que esperaba que fuera un gran empresario. Un sacerdote le aconseja ir al seminario de Vic, donde ingresa en 1829. En 13 de junio de 1835 es ordenado de sacerdote. Tiene veintisiete años.
Al poco tiempo, movido de grandes deseos de evangelización, se encamina hacia Civitavecchia. Quiere ingresar en Propaganda Fide. Le aconsejan entrar en la Compañía de Jesús, y, como él mismo dice: «De la noche a la mañana me hallé jesuita». Sin embargo, el reúma de la pierna derecha le impide vivir como tal y el padre general le dice que se regrese a España. Antonio obedece. Regresa a España como párroco en Viladrau, pero el sacerdote que salió de Roma, ahora el es misionero Claret. Exonerado de todo cargo pastoral sale de Viladrau a los treinta y tres años. Se entrega a las órdenes del obispo de Vic para misionar. Tez morena, bajo de estatura, lleno de cuerpo, frente alta. Mirada escrutadora, bajo unas cejas pobladas, penetraba hondo en los corazones. «Siempre a pie, de una ciudad a otra por muy apartadas que estuvieran, a través de nieves o calores abrasadores, sin un céntimo, pues nunca cobraba nada». El gobierno progresista le persigue. «Muchas veces –escribe- corría la voz de que me habían asesinado. En medio de todo esto, yo pasaba de todo. Tenía ratos muy buenos y otros muy amargos. No rehusaba las penas, al contrario, las amaba y deseaba morir por Cristo».
Además de misionero se hace periodista. Torrentes de opúsculos, libros y hojas volantes salen de su pluma. En 1847 funda una editorial, adelantándose a la prensa católica. Es un director realista de almas que lanza a la acción. Funda muchas hermandades y es precursor de la Acción Católica.
Amenazado de muerte, en 1848 abandona Cataluña y va a las Islas Canarias durante un año. El obispo de Canarias, años más tarde, da testimonio de su paso por las islas: «Sus misiones avivaron la fe casi exánime, y encendieron la llama de la caridad en muchos isleños». En 1849 regresa a Vic, soñando con una familia de apóstoles que prendan fuego en el mundo. Comienza una tanda de ejercicios con cinco compañeros. Nace allí la congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María.
El 11 de agosto de 1849, al bajar del púlpito le dicen que vaya a ver al obispo, quien le entrega el nombramiento de arzobispo de Santiago de Cuba. Tenía cuarenta y cuatro años, y permanece seis en Cuba. Persecuciones, puñales, incendios y calumnias se desencadenan contra él. Un santo es siempre enojoso para quienes no quieren serlo. «El obispo –decía- debe estar preparado para tres cosas: ser envenenado, procesado o condenado. Si los hombres le respetan, Dios le condenará». Él mismo contará cómo intentaron matarlo: «Cuando salía de la Iglesia se me acercó un hombre en ademán de besarme el anillo. Al instante alargó el brazo armado con una navaja de afeitar… No puedo explicar el placer, el gozo que sentía mi alma al ver que lograba lo que tanto deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María».
En 1857 Isabel II reclama su presencia en Madrid. «Si me quitan la mitra –escribe- voy a dar un salto que llega hasta las nubes». Permanece diez años en la corte, no aceptando vivir en palacio. Evangeliza ciudades y pueblos aprovechando los viajes de los reyes. La presencia de Claret en Madrid es una continua ofensiva contra él. Periódicos, libros, teatros, le calumnian. Se escriben biografías adulteradas… pero el santo nos da la clave de su fortaleza: «El día 15 de diciembre de 1857 Dios me infundió amor a la persecución y a las calumnias». Doce veces intentan asesinarlo, y algunos de los propios ejecutores del crimen se convierten ganados por su santidad. «Dejadlos –decía- son artífices de mi alma. Si supiesen el bien que me hacen, seguro que no se acordarían de mí». El 26 de agosto de 1861 recibe una gracia incomparable: «Hallándome en oración a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia de conservar las especies sacramentales y tener siempre día y noche el Santísimo Sacramento en el pecho». Las luces divinas más elevadas descienden al alma sólo en el silencio de la mortificación amorosa que acalla pasiones.
La reina es desterrada y Claret le acompaña. El 8 de diciembre de 1889 se abre el Vaticano I. El 31 de mayo de 1870 se declara la infalibilidad pontificia. Claret vaticina que morirá en defensa de la infalibilidad. De vuelta a Francia, se siente morir, y se detiene en la abadía cisterciense de Fontfroide. En su agonía no le dejan tranquilo sus enemigos. Sólo la muerte le librará de persecuciones. Con pulso tembloroso, escribe el anhelo de su corazón: «Quiero ser desatado y estar con Cristo, como María Santísima, mi Madre». Salía el sol del 24 de octubre y entregaba su alma al Señor.
- Antonio María es un claro ejemplo de fortaleza cristiana y apostólica, ¿cómo vivimos nosotros los desprecios y las dificultades? Habitualmente, en las reacciones ante las dificultades manifestamos qué tenemos en el corazón.
- La otra pauta de la vida de Claret es el deseo ardiente de la misión, la necesidad de comunicar lo que vivimos, ¿cómo está eso en nuestra vida?
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