Homilía en el inicio del ministerio episcopal de Monseñor César Franco en Segovia
«Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades»
Deseo que mis primeras palabras como obispo de Segovia sean las del salmo que hemos proclamado. Al iniciar mi ministerio en esta santa Iglesia de Dios, expresan mis sentimientos de alabanza a Dios y recogen admirablemente el espíritu de la liturgia del cuarto domingo de Adviento. Ante la cercana Navidad, cantamos la misericordia y fidelidad del Señor, que cumple las promesas hechas a David de darle una casa y un linaje que dure eternamente. El linaje prometido a David es el Hijo del Altísimo anunciado a María, cuyo Reino durará para siempre. En verdad, Dios es fiel y misericordioso. La sucesión apostólica que hoy tiene lugar en esta Diócesis de Segovia es un signo vivo de la misericordia y fidelidad de Dios, desposado eternamente con su pueblo, a quien otorga pastores que sean iconos de Cristo y colaboren a la extensión de su Reino en este mundo. Cantemos, pues, y anunciemos la fidelidad de Dios en esta santa liturgia de alabanza y en medio del mundo. Esta es la misión de la Iglesia.
Recogiendo los sentimientos de esta asamblea, saludo al Sr. Nuncio de Su Santidad y le agradezco su deferencia con esta diócesis y conmigo al participar en esta eucaristía. Saludo a mi hermano el Obispo Don Ángel Rubio, amigo de antaño, que os ha pastoreado con generosidad durante estos últimos años; a quien fue mi obispo auxiliar en Madrid y obispo emérito de esta sede, monseñor Luis Gutiérrez, y a todos mis hermanos en el episcopado –señor cardenal, arzobispos y obispos–, que han querido acompañarme. De modo especial, saludo al Sr. Arzobispo metropolitano de Valladolid y presidente de la CEE, Don Ricardo Blázquez, y al Sr. Cardenal Don Antonio María Rouco, que ha sido mi arzobispo durante 18 años y medio en Madrid. Con afecto fraterno, saludo a mis presbíteros de Segovia, a quienes ofrezco mi amistad y plena disponibilidad para compartir estrechamente las tareas de la evangelización; y a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas, miembros de Institutos de vida consagrada, seminaristas y fieles lacios. Tengo muy presente en el alma a las comunidades contemplativas de Segovia, unidas por la oración a esta liturgia. Mi saludo se dirige también a las dignas autoridades de Castilla y León, a la subdelegada del gobierno, a los miembros de la corporación municipal presididos por la Excma. Sr. Alcaldesa, a los Sres. diputados y senadores y a las autoridades militares y académicas. Vivamos con fe intensa y apertura de corazón esta liturgia de alabanza.
Su Santidad el Papa Francisco me ha desvinculado canónicamente como obispo auxiliar de Madrid y ha puesto bajo mi cuidado pastoral esta Iglesia santa de Dios que peregrina en Segovia. Le agradezco profundamente la confianza depositada en mí y expreso mi total adhesión a su persona y a su magisterio como Vicario de Cristo. A todos los madrileños que han querido acompañarme, presididos por su Sr. Arzobispo, sus obispos auxiliares y consejo episcopal, les agradezco entrañablemente su presencia. En cierto sentido ellos han hecho de mí lo que soy, y en su presencia reconozco a la iglesia madre que me engendró en Cristo y me ha enriquecido con los dones de Dios, especialmente la gracia del sacerdocio, de la que me considero totalmente indigno. Como indigno me siento ahora al asumir el cuidado pastoral de esta antiquísima diócesis de Segovia. Sólo la gracia de Dios y la certeza de que la Iglesia me sostiene, ora por mí y me acompaña, me anima a caminar con vosotros, queridos segovianos, hacia la meta, que es Cristo.
Mi homilía no pretende desarrollar teológicamente cuál es la misión del obispo, que todos conocéis; ni presentar un plan pastoral que no traigo preconcebido. Por razones obvias de comunión eclesial, he asumido el que está en marcha y pondré mis energías en realizarlo, continuando la visita pastoral ya iniciada. Permitidme, más bien, centrado en la Palabra de Dios, expresar algunas convicciones al hilo de lo que estamos celebrando.
Como vosotros, soy un redimido por Cristo, que, en mi condición de obispo, he recibido la misión de fortalecer vuestra pertenencia y fidelidad a Él, para ser en medio del mundo alabanza de su gloria. Confieso que me estremece la belleza de la Iglesia, humilde y pequeño rebaño del Señor, presente en el mundo para manifestar el amor de Dios por todas y cada una de sus criaturas. ¿Cómo no conmoverme si, gracias a ella, puedo decir con san Juan de la Cruz: «Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí» . Sí, hermanos, todos los días doy gracias a Dios por pertenecer a la Iglesia y pido constantemente perdón por mis pecados que desfiguran su rostro. Al terminar la jornada, me gusta pronunciar y meditar las palabras que Cristo nos dejó para que los trabajos realizados no sean causa de vano orgullo: «Siervo inútil soy, sólo hice lo que debía» (Lc 17,10).
¿Qué esperáis de mí? O, dicho de otro modo, ¿Qué pretensiones pensáis que traigo como Obispo? He escogido la liturgia de este IV domingo de Adviento porque centra toda la atención en el Hijo de David y del Hijo del Altísimo, que cumple de modo insospechado las esperanzas de Israel y del mundo entero. Sólo Él es «nuestra esperanza» , dice san Pablo. Os pido, pues, que no centréis vuestra atención ni vuestras expectativas en quien os habla – aunque sea normal que todo nuevo obispo suscite interés e interrogantes – y fijéis la mirada en Aquel que era, que es y que será: Jesucristo, Redentor del hombre. Mi venida a esta diócesis está al servicio del único que debe ser servido con la entrega total y generosa de nuestra vida, porque es Él, y sólo Él, quien nos ha redimido del pecado y de la muerte y nos ha hecho herederos de la vida eterna. El es nuestro único Señor, y todos somos sus siervos. Como decía san Pablo, soy siervo de Cristo y «siervo vuestro por Jesús» (2Cor 4,5).
Cuando el rey David pretende, por iniciativa suya, hacer un templo para el arca del Señor, Dios le sale al paso para decirle: ¿Acaso te consideras digno de hacer lo que te sobrepasa? ¿Piensas que puedes tú determinar los planes de Dios y edificarle su casa? Dios deja claro que sólo Él puede edificarse su morada y establecer un linaje que dure eternamente. Su linaje es Cristo, y su morada es la Iglesia, formada por quienes somos la descendencia de Cristo. La iniciativa de la salvación pertenece a Dios, que rige sabiamente el tiempo y la historia. A David, y a nosotros, se nos pide acatar los planes de Dios, reconocer su soberanía para que todos los pueblos reconozcan su amor gratuito, incondicional y eterno. Mi servicio entre vosotros consiste precisamente en esto: ayudaros, con la autoridad de Cristo Cabeza y su estilo de Buen Pastor, a ser dóciles a la acción de Dios, único constructor de su Iglesia. Sólo así, la iglesia de Segovia vivirá en obediencia y adoración a Dios y será signo e instrumento de la unidad de Dios con los hombres. No vengo a ocupar el lugar que sólo corresponde a Cristo y a pastorear esta diócesis como si fuera mi propiedad personal. Vengo a someterme a Cristo, único Pastor de la Iglesia, y a dejarme conducir por Él. Vosotros y yo, como cristianos, sacerdotes y obispo, debemos caminar en la voluntad del Señor para colaborar con él en la edificación de esta iglesia que sólo le pertenece a Él.
En la segunda lectura san Pablo describe su ministerio de apóstol y su relación con la Iglesia de Roma. ¡Cómo quisiera hacer mío y cumplir este programa entre vosotros! El apóstol alaba a Dios y le define con estas palabras: «Al que puede fortalecernos según el Evangelio que yo proclamo, predicando a Cristo Jesús». La razón de su alabanza estriba en que sólo Dios, el único sabio, es capaz de fortalecer y dar consistencia a su Iglesia. Las pruebas por las que pasa no deben hacerla temer por su estabilidad.
El Papa Francisco nos ha recordado en varias ocasiones que la Iglesia no debe referirse a sí misma, sino sólo a su Señor y a los hombres que debe salvar, especialmente a los más pobres. En estos momentos históricos de cierta debilidad y crisis de fe y de rechazo orquestado de la Iglesia, ésta tiene la tentación de hacerse fuerte apelando a imágenes de sí misma que agraden a quienes la critican o desean secularizarla y marginarla de la sociedad. Es el riesgo de referirse a sí misma lavándose la cara o adaptándose a la mentalidad mundana, opuesta al evangelio. La «mundanidad espiritual» , censurada por el Papa, busca «en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal», sus propios intereses y no los de Cristo. La reforma de la Iglesia no es cuestión de «imagen» externa, que puede dejar escondida su enfermedad interior. El Santo Doctor Juan de Ávila decía que «cuantos predican reforma en la Iglesia por Cristo crucificado deben comenzar». Así lo entendió santo Domingo de Guzmán, orando y haciendo penitencia en la cueva que se venera en esta ciudad. Y santa Teresa de Jesús nos dejó esta sentencia lapidaria: «En tiempos recios, se requieren amigos fuertes de Dios». De esa fortaleza nos habla hoy san Pablo cuando dice que sólo Dios es capaz de fortalecer a su Iglesia.
¿Cómo actúa el Señor? ¿Con qué método? ¿Por qué camino? En el texto a los cristianos de Roma, el apóstol precisa que Dios fortalece a su Iglesia mediante el evangelio que proclama, cuyo centro es el mismo Cristo. Sí, hermanos: el Evangelio, que para el mundo es locura y necedad, es el medio con que Dios fortalece a la Iglesia cada vez que el apóstol lo anuncia. Esta es mi única pretensión entre vosotros como sucesor de los apóstoles: proclamar a tiempo y destiempo el evangelio de Cristo, gracias al cual Dios fortalecerá, consolidará y santificará a su Iglesia de Segovia, la librará de miedos y temores, de inercias acomodaticias, y de todo tipo de tentaciones, para hacerla avanzar, edificada sobre la verdad y urgida por la caridad, por los caminos de la historia, como ha hecho hasta ahora desde su remota fundación. Nuestra fuerza no está fuera de nosotros, en estrategias y argucias humanas, ni en acomodarnos al pensamiento dominante, débil e inconsistente, con la ingenua ilusión de ser aceptados. Nuestra fuerza es Cristo y su Evangelio, que es potencia y sabiduría de Dios para los que creen.
Gracias a este Evangelio, el misterio escondido desde la eternidad, se ha manifestado por la palabra de los profetas y apóstoles y se ha dado a conocer por decreto de Dios. San Pablo utiliza cuidadosamente dos verbos para mostrar la eficacia del Evangelio: manifestar y dar a conocer. Dios ha revelado lo oculto, ha descorrido el velo del misterio; pero ha dado un paso más: lo ha comunicado, dado a conocer. Desea que todos los hombres sin excepción puedan compartir lo que revela. Y esto se ha hecho gracias al Evangelio que Pablo proclama. El Evangelio es el mismo Jesucristo, su vida, sus palabras, sus milagros, su muerte y resurrección, como decía el beato Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi. El es el misterio escondido en Dios, que, como dice san Ignacio de Antioquía, «se ha manifestado por medio de su Hijo Jesucristo, que es su Palabra nacida del Silencio» (Ad Mag. 8,2). El mundo, hermanos, posee ya la luz eterna; ha dejado de yacer en la oscuridad y en las tinieblas del error y de la muerte; los hombres tienen acceso a Dios; Jesús es el camino; la vida humana no es una náusea, una pasión inútil, un sinsentido, ni está abocada a la muerte: nos ha llegado la Vida. Ha irrumpido en el mundo el Gozo del Evangelio, que tiene un nombre propio, Jesús, cuyo significado es «Dios salva».
El obispo, la Iglesia entera, cada bautizado ha recibido la única misión de Cristo: desvelar y comunicar este misterio. Y, sobre todo, vivirlo. Vosotros y yo estamos unidos por la misma tarea. En esto no hay excusas ni privilegios. Todo lo que hace la Iglesia: la liturgia, la catequesis, la caridad con los pobres, tiene en esta misión su fuente y su destino. Si olvidamos esta verdad, nos quedamos a mitad de camino. Porque la voluntad de Dios para la Iglesia, dice san Pablo, es traer a todos los pueblos a la obediencia de la fe en Cristo. Los cristianos de los primeros tiempos decían que «el mundo fue creado en orden a la Iglesia» , es decir, en orden a convocarnos a todos en Cristo. Y Dios ha creado al hombre para ser propiedad e imagen viva de Cristo. Este es el plan diseñado por Dios desde la eternidad. La Iglesia del tercer Milenio, decía san Juan Pablo II, tiene un nombre: Misión. Y el Papa Francisco, en plena continuidad de magisterio, invita a cada diócesis a la «conversión misionera», es decir, a «salir de la propia comodidad y a atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del evangelio» . La Iglesia no puede privar a nadie de semejante gracia, porque «toda persona tiene el derecho a escuchar la «Buena Nueva» de Dios que se revela y se da en Cristo» (RM 46). Es obvio que deberá hacerlo con todo respeto a la libertad del hombre, con la amable persuasión evangélica, porque «la Iglesia propone, no impone nada: respeta las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia» (RM 39). Pero si quiere ser fiel al mandato de Cristo, debe atraer a todos los pueblos a la obediencia de la fe «para que tengan vida y vida abundante» (Jn 10,10).
Muchos miedos nos paralizan en la evangelización y olvidamos, con frecuencia, que la fecundidad de la misión está asegurada porque el hombre ha sido creado por Dios para acoger a Cristo, mediante la predicación del Evangelio. San Pablo llama a esta acogida «obediencia de la fe». El evangelio, en realidad, es lo más adecuado al hombre, a su deseo de plenitud y felicidad. Al crear al hombre, Dios lo predispone para recibir el evangelio, aunque por su fragilidad y pecado le ofrezca resistencias. La misión de la Iglesia Madre, y la mía como obispo, es superar tales resistencias para vivir con alegría y gratitud la condición de hijos de Dios, conscientes de la gracia recibida. Sólo así, la Iglesia de Segovia, será un signo humilde y eficaz al mismo tiempo, de que Dios vive entre nosotros y nos ama infinitamente. Esta es la alegría del Evangelio que san Agustín proclamaba con todo entusiasmo: «¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo… Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!…». Sé que una mayoría de cristianos está lejos de vivir así su vocación; como también sé que muchos la viven con caridad heroica, pero no cejaré en el intento de que nuestra Iglesia viva así, para que brille la gloria de Dios y se suscite en los hombres el deseo de pertenecer al Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios que peregrina en la historia dando testimonio con la palabra y con la vida.
Esto es lo que suplico a Dios para mi diócesis de Segovia, para todos sus bautizados, sacerdotes, consagrados y laicos. Lo pido especialmente para las familias, pequeñas iglesias domésticas. Alegraos por lo que sois ante Dios y comunicadlo a todos vuestros vecinos. Hermanos sacerdotes, no perdáis de vista el tesoro que lleváis en vuestros vasos de barro; concentrad vuestras energías en vivir como Cristo y seréis fecundos. Dios no nos pide milagros en la evangelización. Pide fidelidad, entrega, humildad, amor a nuestro pueblo. Orad sencillamente como siervos, vivid fraternamente y descansad en el Señor al fin de la jornada, y alabadle por vuestra elección y por la gracia depositada en vuestras manos. No tenemos oro ni plata; lo que tenemos damos: la salvación de Cristo. Nada ni nadie os podrá arrebatar vuestro gozo. Ni siquiera los fracasos en el apostolado, cuando se den, pues son ocasión de humillarnos ante Dios y acudir a Él con más ahínco. Si me permitís, sólo quiero expresar una preocupación, que es la vuestra: el Seminario. Roguemos al dueño de la mies, que envíe trabajadores a su mies. Oremos con intensidad y trabajemos con sabiduría para que los niños y jóvenes acojan la llamada del Señor y le sigan gozosamente. Queridos niños y jóvenes: recordad lo que os decía el Papa Benedicto XVI: Cristo no quita nada, lo da todo. ¡No tengáis miedo a Cristo!
Miremos todos a María, plenamente obediente a la fe, centro de las esperanzas de Israel y de todos los pueblos. María abre la puerta de la Historia al Hijo de Dios y de David mediante un «hágase» que se convierte en el paradigma de toda vocación en la Iglesia. Más aún, por ese hágase, María se constituye en la primera Iglesia, como ha dicho un eminente teólogo de nuestro tiempo. La Iglesia, antes de ser jerárquica, es mariana porque María se entregó sin reservas a la voluntad de Dios, agradándole en todo; dio a conocer a su hijo mostrándose siempre Madre, y condujo a los hombres a él mediante la regla de oro de la obediencia de la fe: haced lo que Él os diga. Ella se mostró obediente cuando dijo: «hágase en mí según tu palabra»; es la obediencia de Cristo entrando en este mundo: «Aquí vengo a hacer tu voluntad». Gracias a esta obediencia, fue posible el Nacimiento del Hijo de Dios y la historia de la salvación alcanzó su plenitud al revelarse en nuestra carne el Dios fiel y misericordioso. Razón tiene un místico contemporáneo al decir que «cuando Cristo apareció en los brazos de María acababa de revolucionar el mundo». Si aceptamos entrar en esta corriente de obediencia a la fe, acogiendo el Evangelio y comunicando lo que vivimos, a imagen de María, la evangelización será fecunda. A Ella pues, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Fuencisla, encomiendo esta diócesis que canta y camina bajo su materna protección. Con hermosa sencillez lo dice la letra de su himno: «Por la Virgen, Segovia vive y confía, reza y espera, ama y ansía, y es lo que es». A ella, y a nuestro patrono san Frutos, encomiendo mi ministerio episcopal para que nunca me avergüence del Evangelio ni me aparte de Cristo. Orad insistentemente por mí. Desde hoy es mi oficio y mi alegría hacerlo por todos vosotros. Amén.
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