El Papa Benedicto XVI nos presenta la Cuaresma como un tiempo de conversión y de volver la mirada a Cristo.
La Cuaresma es un tiempo propicio en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad el propio Bautismo. De hecho, en este período litúrgico, el Pueblo de Dios desde los primeros tiempos se alimenta con abundancia de la Palabra de Dios para reforzarse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.
Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma adquiere una indudable fuerza evocativa. Pretende recordar algunos de los acontecimientos que han marcado la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a presentarnos también a nosotros su valor paradigmático: pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé y de este modo con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el Monte Sinaí, a los que siguieron el don de las tablas de la Ley. El período cuaresmal quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, rezando y ayunando, antes de emprender su misión pública. Nosotros emprendemos también un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando en los misterios centrales de la fe. De este modo, nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la Cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.
Las palabras pronunciadas por Jesús al inicio de su ministerio itinerante: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Marcos 1, 15). Es una invitación a hacer de la adhesión firme y confiada al Evangelio el fundamento de la renovación personal y comunitaria. La vida del cristiano es vida de fe, fundamentada en la Palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en cada tentación, el secreto en la victoria consiste en escuchar la Palabra de verdad y en rechazar con decisión la mentira del mal. Éste es el programa auténtico y central del tiempo del Cuaresma: escuchar la Palabra de vedad, vivir, hablar y hacer la verdad, rechazar la mentira que envenena a la humanidad y que es la puerta de todos los males. Es urgente, por tanto, volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la Palabra del Señor, Palabra de verdad, para que en todo cristiano, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que le ha dado, que nos ha dado, para vivirla y ser sus testigos. La Cuaresma nos estimula a dejar que la Palabra de Dios penetre en nuestra vida y a conocer de este modo la verdad fundamental: quiénes somos, de dónde venimos, adónde tenemos que ir, cuál es el camino que hay que tomar en la vida. De este modo, el período de Cuaresma nos ofrece un camino ascético y litúrgico que, ayudándonos a abrir los ojos ante nuestra debilidad, nos hace abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.
El camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar con nuevos ojos a los hermanos y a sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a contemplar el rostro de Cristo, ve con otros ojos al hermano, descubre al hermano, su bien, su mal, sus necesidades. Por este motivo, la Cuaresma, como tiempo de escucha de la verdad, es un momento propicio para convertirse al amor, pues la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Un amor que sepa asumir la actitud de compasión y de misericordia del Señor, como he querido recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras del Evangelio: «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mateo 9, 36).
Consciente de su misión en el mundo, la Iglesia no deja de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo la mirada conmovida a los hombres y los pueblos de todos los tiempos: «Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad --escribía en el citado Mensaje cuaresmal--, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como un contraste intolerable frente a la ”mirada” de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para conformarnos con esa “mirada”» (párrafo 3), la mirada de Cristo, y para vernos a nosotros mismos, a la humanidad, a los demás, con su mirada. Con esto espíritu, entramos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor por el hermano.
Que sean días de reflexión y de intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la Palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, conscientes de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de todos los días y la fragilidad y los espejismos son experiencias de todos. Que la Cuaresma sea, por último, a través de la limosna, hacer el bien a los demás, que sea una ocasión sincera para compartir los dones recibidos con los hermanos para prestar atención a las necesidades de los más pobres y abandonados.
Que en este camino de penitencia nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen María nos ayude a celebrar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos deseo a todos una buena y fecunda Cuaresma.
Benedicto XVI. Audiencia general, 1 marzo 2006
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