Jesucristo, el pan bajado del cielo, se nos presenta en la eucaristía como compañero de camino. “Los discípulos de Emaús” aquellos hombres que se iban de Jerusalén, tal vez pensando que ya no había mucho que hacer, regresaban a su vida de antes. Y de pronto, en medio de sus angustias y preocupaciones, Jesús sale al camino. No lo buscan ellos, es Jesús mismo quien sale a su encuentro.
En efecto, en la tarde de ese día; estos hombres van manifestando su tristeza, comentando lo que ha ocurrido en Jerusalén... Y se ponen a compartir su dolor y su angustia con Jesús sin saber que era Él quien caminaba y hablaba con ellos y a los cuales ilumina con su palabra.
Cuando ya llegaron a Emaús, Jesús hizo el gesto de seguir adelante, como queriendo decir: “¡Si me necesitan, díganmelo!”. Entonces le dijeron: “¡Quédate con nosotros porque anochece!”, es decir, la vida es oscuridad si Jesús no está presente. Y el Señor accede a quedarse con ellos y comparte la mesa. Y es allí, que al partir el pan lo reconocen. Se dan cuenta que es Jesús, pero Él desaparece. Jesús se les fue. ¡Había cumplido su misión! Les había abierto los ojos, devuelto la esperanza, hizo que desapareciera el miedo, y entendieron que nunca debieron alejarse de Él. Y podemos preguntarnos: ¿cómo es que tenían los ojos tan cerrados?
Si, pero más cerrados aún los tenemos nosotros. Porque no reconocemos a Jesús en la fracción del pan ni lo reconocemos cuando se viste de peregrino o de pobre, ni cuando llama a nuestra puerta. ¡Somos ciegos que decimos ver! Él está presente en la eucaristía. Es en la misa de cada domingo, donde el católico debe ir creciendo en la fe y descubrir más a Cristo. Aunque, es cierto que a Cristo lo podemos descubrir también en el prójimo, hablando de Él, leyendo acerca de Él, escuchando de Él, pero no es, sino en la participación de la santa misa cuando estamos más ligados a Él y entendemos más lo que significa la muerte y resurrección del Señor. E ir como los discípulos de Emaús a comunicar a todos que el Señor ha resucitado y nos promete resucitar con Él. “Venid a mi todos: los leprosos, los tullidos, los cansados, los ciegos, los desesperados, los endemoniados”. Todos tienen cabida allí. ¿Pero, dónde, dónde es la cita? Y Él nos responde: “En todos los sagrarios del mundo”. En la parroquia, de día y de noche, sin horas de citas, con ganas. Él quiere darnos lo que nos ha regalado a precio de su sangre.
La eucaristía es así, la evidencia del amor de Dios, porque ya no es un compartir la palabra solamente, sino que juntos compartimos a Jesús, que se hizo trozos en la cruz por nosotros. Esto nos lleva a algo muy simple: de nosotros depende que hoy se cumpla la palabra del Señor. Podemos ser instrumento por el cual la palabra de Dios llegue a su cumplimiento o podemos también ser el obstáculo que impida que se haga realidad. Depende de nosotros, de nuestra vida. En nuestra mano está hacer verdad y hacer presente la palabra del Señor, porque es real y es visible, como lo fue ante Pilatos cuando éste preguntó a Jesús: “¿Y qué es la verdad?”. Jesús guardó silencio... Porque si Pilato no era capaz de entender, de descubrir la verdad que tenía frente a él, por muchas explicaciones que le diera Jesús, no lo hubiera entendido jamás. A nosotros nos pasa lo mismo. En este tiempo nos encontramos en una situación semejante a la de Pilato: no entendemos la verdad. Y no la entendemos porque nos dejamos llevar por el mal, aunque nos lo quieran hacer pasar por bien. Jesús se nos muestra real, visible, no más en el pan y en el vino, sino en su cuerpo y su sangre, para que “tengamos vida y la tengamos en abundancia”. Esa es la verdad que nos ha sido manifestada para que vivamos en paz, para que no estemos solos. Ya no son solamente palabras que se ha llevado el viento, sino que son realidades. Ya no solamente murió y resucitó, ya no solamente predicó y nació. Dios está con nosotros. Y el Señor nos ha dejado esa evidencia. ¡Sí!, es cierto, que en ocasiones tenemos motivos para sentirnos mal, desanimados. Pero no tenemos que ser desconfiados. La iglesia de Jesús es una iglesia confiada. Los cristianos de hoy pueden que tengamos motivos para no ser del todo optimistas... Pero tenemos todos los motivos para poder confiar, porque hay ocasiones en que perdemos la confianza en la iglesia y hasta en el mismo Dios si no obtenemos lo que queremos. Pero nuestra confianza debe fundamentarse en las promesas de Jesús. Los momentos de dolor, pueden hacer que nazca un hombre nuevo. ¿Qué podemos saber nosotros? A los discípulos de Emaús les bastó sólo lo que habían visto y escuchado para creer y aceptar al Señor Jesús.
“¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?”. A los discípulos de Emaús les ardía el corazón, pero aún no estaban capacitados para reconocer a su Señor. Así también nosotros: miramos pero no vemos. Estamos ciegos, nos creemos listos, autosuficientes, buenos, salvos, pero no vemos. Somos ciegos, y necesitamos a aquel que nos devuelva la vista: “El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Publicado por Any Cárdenas Rojas en http://www.tribuna.info/index.php?option=com_content&view=article&id=86314:n1p2&catid=74:acentos&Itemid=123
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