Pascua es la más antigua y la más grande de las fiestas cristianas; más importante incluso que Navidad. Su celebración en la vigilia pascual constituye el corazón del año litúrgico. Dicha celebración, precedida por los cuarenta días de cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de cincuenta días que llamamos tiempo pascual. Esta es la gran época de gozo, que culmina en la fiesta de pentecostés, que completa nuestras celebraciones pascuales, lo mismo que la primera fiesta de pentecostés fue la culminación y plenitud de la obra redentora de Cristo.
Es una descripción muy significativa. Demuestra claramente que hoy la Iglesia interpreta la pascua y sus resultados exactamente en el mismo sentido que lo hacía la Iglesia de la antigüedad. En esta interpretación de la pascua, el nuevo calendario es todavía más tradicional que el anterior. Explicaremos por qué.
Antes de la reforma del calendario y del misal, el tiempo de pascua era presentado como apéndice de la pascua más que como parte intrínseca de la misma celebración pascual y su continuación durante todo el período de cuarenta días. Los domingos que seguían se llamaban domingos después de pascua, y no domingos de pascua, como se los designa actualmente. Era realmente un tiempo de carácter jubiloso y festivo; pero no se lo podría definir como una celebración ininterrumpida del día mismo de pascua.
Este período pertenece a la parte más antigua del año litúrgico, que, en su forma primitiva (siglo III), constaba simplemente del domingo, el triduo pascual y los cincuenta días que seguían al domingo de pascua, llamados entonces pentecostés o "santo pentecostés". El nombre no se refería, como ahora, a un día concreto, sino a todo el período.
Pentecostés era una larga y gozosa celebración de la fiesta de pascua. Todo el período era como un domingo, y para la Iglesia primitiva el domingo era sencillamente la pascua semanal. Los cincuenta días se consideraban como un solo día, e incluso se los designaba con el nombre de "el gran domingo" (magna dominica). Cada día tenía las características de un domingo; se excluía el ayuno, estaba prohibido arrodillarse: los fieles oraban de pie como signo de la resurrección, y se cantaba repetidamente el Aleluya, como en pascua.
En cierta manera hemos de recuperar el espíritu del antiguo pentecostés y el sentido de celebración, que no se conforma con un día, ni siquiera con una octava, para celebrar la pascua, sino que requiere todo un período de tiempo. Hemos de verlo como un todo unificado que, partiendo del domingo de pascua, se extiende hasta la vigilia del quincuagésimo día; una época que san Atanasio designa como la más gozosa (laetissimum spatium).
Celebrar la resurrección.
El misterio de la resurrección recorre todo este tiempo. Se lo contempla bajo todos sus aspectos durante los cincuenta días. La buena nueva de la salvación es la causa del regocijo de la Iglesia. La resurrección se presenta a la vez como acontecimiento y como realidad omnipresente, como misterio salvador que actúa constantemente en la Iglesia. Así se deduce claramente del estudio de la liturgia pascual. Comenzando el domingo de pascua y su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús, a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra. Así es ciertamente en la octava, en la que cada día se nos presenta el acontecimiento de pascua bajo una luz nueva.
Después de la octava, no se pierde de vista la resurrección, sino que se la contempla desde una perspectiva diferente. Ahora se destaca sobre todo la presencia activa en la Iglesia de Cristo glorificado. Se lo contempla como el buen pastor que desde el cielo apacienta a su rebaño, o como el camino que lleva al Padre, o bien como la fuente del Espíritu y el que da el pan de vida, o como la vid de la cual obtienen la vida y el sustento los sarmientos.
Considerada, pues, como acontecimiento histórico y como misterio que afecta a nuestra vida aquí y ahora, la resurrección es el foco de toda la liturgia pascual. Es éste el tiempo de la resurrección y, por tanto, de la nueva vida y la esperanza.
Y como este misterio es realmente una buena nueva para el mundo, es preciso atestiguarlo y proclamarlo. Los evangelios nos presentan el testimonio apostólico y exigen de nosotros la respuesta de la fe. También hay otros escritos del Nuevo Testamento, como los Hechos de los Apóstoles, que han consignado. para nosotros el testimonio que los discípulos dieron de "la resurrección del Señor Jesús".
Participar de la resurrección.
Durante el tiempo de pascua no celebramos sólo la resurrección de Cristo, la cabeza, sino también la de sus miembros, que comparten su misterio. Por eso el bautismo tiene tan gran relieve en la liturgia. Por la fe y el bautismo somos introducidos en el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor. La exhortación de san Pablo que se lee en la vigilia pascual resuena a lo largo de toda esta época:
Los que por el bautismo fuimos incorporados a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rom 6,3-11).
No basta con recordar el misterio, debemos mostrarlo también con nuestras vidas. Resucitados con Cristo, nuestras vidas han de manifestar el cambio que ha tenido lugar. Debemos buscar "las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1). Esto significa compartir la libertad de los hijos de Dios en Jesucristo. Consideraremos estas gracias de la pascua en el próximo capítulo.
Todo el misterio de la redención.
La conmemoración litúrgica de la resurrección está en el corazón del tiempo pascual. Sin embargo, ésta no agota todo el contenido de este período. Pertenecen también a este tiempo los gloriosos misterios de la ascensión y pentecostés. Sin ellos, la celebración del misterio pascual quedaría incompleta.
Parece ser que en los primeros tiempos cristianos, antes de que el año litúrgico comenzara a adquirir forma en el siglo IV, la ascensión y pentecostés no se celebraban como fiestas aparte. Pero estaban incluidas en la comprensión global de la pascua que tenía la Iglesia entonces. Se conmemoraban implícitamente dentro de los cincuenta días y eran tratadas como partes integrantes de la solemnidad pascual. Por eso no es extraño que se refiriesen a todo el período pascual como "la solemnidad del Espíritu".
El padre Robert Cabié, en un estudio exhaustivo de pentecostés en los primeros siglos, observa que la Iglesia primitiva, en su celebración de lo que ahora llamamos tiempo pascual, conmemoraba todo el misterio de la redención. Esto incluía la resurrección, las manifestaciones del Señor resucitado, su ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, la presencia de Cristo en su Iglesia y la expectación de su vuelta gloriosa.
A la luz de lo que sabemos de la cristiandad primitiva, el período de pentecostés celebraba el misterio cristiano en su totalidad, de la misma forma que el domingo, día del Señor, celebraba todo el misterio pascual. El domingo semanal y el "gran domingo" introducen ambos al cuerpo de Cristo en la gloria adquirida por la cabeza.
La experiencia de la Iglesia primitiva puede enriquecer nuestra comprensión del tiempo pascual. La conciencia viva de la presencia de Cristo en su Iglesia era parte importante de esta expresión. Dicha presencia continúa poniéndose de relieve en la liturgia y se simboliza en el cirio pascual que permanece en el presbiterio. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan los cuarenta días que median entre pascua y la ascensión como el tiempo en que el Señor resucitado está con sus discípulos. Como en tiempos pasados, la Iglesia conmemora hoy esta presencia histórica, al mismo tiempo que celebra la presencia de Cristo aquí y ahora en el misterio de la liturgia. Durante el tiempo pascual, la Iglesia, esposa de Cristo, se alegra por haberse reunido de nuevo con su esposo (cf Lc 5,34-35).
Publicado por Vincent Ryan en www.elsalvadormisionero.org
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