Si el Evangelio en definitiva es Jesús, lo que es y significa Jesús sólo se descubre a partir de su resurrección. Todo el cristianismo se puede resumir en estas tres palabras: Jesús ha resucitado.
Nos encontramos ante la cuestión más desconcertante que se haya planteado jamás al espíritu humano y ante la frontera que separa necesariamente la fe de la increencia. Para quien no cree, la resurrección de Jesús es lo totalmente inadmisible. Para quien cree, es el coronamiento de la historia, la confirmación de que la salvación del hombre no es una ilusión, sino una realidad, la victoria decisiva sobre todo mal y todo límite humano.
1. El anuncio de la resurrección
Según nos cuentan los evangelios, la resurrección de Jesús encontró a los discípulos en una situación de desánimo y desilusión por el final sin gloria de su Maestro. Se había transformado en tristeza el entusiasmo suscitado por la predicación y los milagros de Jesús.
Ciertamente Jesús les había anunciado varias veces que después de su muerte resucitaría (cf. Mc 8,31ss; 9,31ss; 10,34ss). Pero este anuncio no pareció calar en la mente de los discípulos. Su muerte les provocó un dolor tan profundo como para anular toda esperanza. Por eso el Resucitado tuvo que reconquistar su confianza a través de una larga pedagogía de encuentros y de pruebas sobre su nueva realidad: tuvo que hacerse tocar por Tomás (cf. Jn 20,27), caminar (cf. Lc 24,15), comer con ellos (cf. Lc 24,30 y 43; Jn 21,10-12). Y son frecuentes las reprensiones de Jesús resucitado frente al estupor y la incredulidad de sus discípulos: «¡Qué necios y qué torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?» (Lc 24,25-26); «¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?» (Lc 24,38). Es ejemplar el episodio de los discípulos de Emaús, que se alejan de Jerusalén tristes y desilusionados por el naufragio de sus sueños: «Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto» (Lc 24,19-21).
El acontecimiento de la resurrección les resultó, pues, totalmente inesperado. Y fue la luz de la Pascua la que les permitió comprender la verdadera realidad de Jesús. Entonces pasaron de un conocimiento superficial e incompleto a la confesión convencida y el anuncio infatigable, hasta la entrega de la propia vida. La resurrección restituyó a Pedro y a sus compañeros la fe y el entusiasmo por Jesús, convirtiéndoles en difusores tenaces y perseverantes del Evangelio de salvación.
A partir de aquel acontecimiento, la Buena Noticia se concentra en un hecho fundamental: Jesús ha resucitado. Así lo vemos en los primeros discursos que encontramos en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 14-39; 3, 13-16; 4, 10- 12). Tiene razón el Catecismo de la Iglesia Católica cuando afirma: «La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida por los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio pascual al mismo tiempo que la cruz» (n. 638).
Y esta centralidad se observa sobre todo en el escritor más antiguo y prolífico del Nuevo Testamento, el apóstol Pablo. A los fieles de Corinto, que albergaban dudas sobre la realidad de la resurrección, les escribe con gran sinceridad: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros» (1 Cor 15,14-15). Y, para demostrar la realidad y la verdad de este hecho, Pablo cita el más antiguo documento de la fe cristiana, escrito alrededor del año 40 (¡sólo diez años después de la muerte y resurrección de Jesús!): «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día, según la Escrituras; que se apareció a Cefas y, más tarde, a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí» (1 Cor 15, 5-8). El apóstol emplea aquí los verbos «fue visto», «apareció», que se refieren a percepciones reales y externas al sujeto, no a sueños o visiones subjetivas. Y hace un elenco de testimonios del Resucitado, escogidos entre los más autorizados.
2. ¿En qué consistió la resurrección?
En el Nuevo Testamento, el acontecimiento de la resurrección se expresa con varias palabras: exaltación, glorificación, ascensión, señorío cósmico, entrada en el santuario del cielo, presencia… Pero se prefiere el término «resurrección» porque es el más claro y completo para indicar que el que había muerto ha vuelto a la vida.
Para comprender lo que sucedió, vale la pena ver primero lo que no es la resurrección:
No es «revivir», es decir, volver a la vida terrena como antes. Eso es lo que hizo Jesús con Lázaro, con el hijo de la viuda de Naim y con la hija de Jairo: restituyó su cuerpo a la vida ordinaria. Pero después volvieron a morir.
No se trata tampoco solamente de la «inmortalidad del alma», que sería una especie de resurrección a medias. La resurrección se refiere a la entrada en la vida sin fin de toda la humanidad de Jesús, incluido su cuerpo. Por eso el sepulcro quedó vacío.
Tampoco se trata de una «reencarnación», como admiten el hinduismo y el budismo, que consiste en la transmigración del alma a un cuerpo distinto. El cuerpo de Jesús sigue siendo el mismo.
Mucho menos es como un «recuerdo vivo» de Jesús, que habría provocado en sus discípulos la convicción de que seguía presente. Porque fue el encuentro con Jesús resucitado lo que suscitó en sus discípulos la fe en la resurrección, no al revés.
Y tampoco se trató de una realidad «inventada» por los discípulos por fraude o alucinación. Después de la muerte de Jesús, los discípulos estaban tristes, miedosos, incrédulos, escépticos. Sólo un gran acontecimiento pudo cambiarlos, devolviéndoles el primitivo entusiasmo por Jesús y por su seguimiento.
Entonces, ¿qué pasó exactamente?
Hay que decir, ante todo, que los evangelios no nos describen el hecho mismo, el momento de la resurrección, sino sus consecuencias: que el sepulcro ha quedado vacío y que los discípulos vuelven a ver al mismo Jesús de antes, incluso con las llagas de su pasión en el cuerpo; pero con un cuerpo que, siendo el mismo, está en una situación diferente.
Esta situación diferente queda resaltada por el hecho de que Jesús puede entrar en una sala estando las puertas cerradas (cf. Jn 20,19 y 26). Y sobre todo porque no es reconocible a primera vista. No es la Magdalena o los discípulos los que lo reconocen, sino que es Jesús quien les concede la gracia de dejarse ver y reconocer (cf. Jn 20,14-16; 21,4-7).
San Pablo, que es quien más ha reflexionado sobre este asunto, explica que lo que ha ocurrido es una transformación gloriosa del cuerpo de Jesús, que, al ser traspasado por el soplo vital del Espíritu creador, ha sido transformado de corruptible en incorruptible, de débil en fuerte, de mortal en inmortal (cf. 1 Cor 15,35-58). Es decir, el cuerpo de Jesús, aun manteniendo su identidad y realidad humana, fue capacitado para vivir eternamente en Dios. Porque lo que realmente sucede después de su muerte es que el Hijo de Dios vuelve a entrar en la comunidad de amor del Padre pero ya con su humanidad resucitada. El Verbo que estaba desde siempre junto al Padre, se encarnó tomando una humanidad como la nuestra. Ahora vuelve al seno de la Trinidad, pero como Dios y hombre para siempre.
3. ¿Qué significa la resurrección de Jesús para nosotros?
Dice San Pablo: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás» (Rom 10,9). Por tanto, la resurrección no sólo tiene consecuencias para la persona de Jesús, sino también para nosotros. ¿Cuáles son estas consecuencias?
La resurrección de Jesús crea una nueva humanidad. Recompone definitivamente la amistad entre Dios y los hombres, y abre para éstos la fuente de la vida divina. Jesús resucitado arrastra en su triunfo a todos los hombres porque tiene el poder de transformarlos a su imagen, liberándolos de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias: la muerte y el mal físico, moral y psicológico. Esta repercusión benéfica de Cristo resucitado para el hombre, queda muy bien ilustrada en la curación del lisiado que pedía limosna en el Templo por Pedro. El apóstol le dio lo mejor que tenía, el don de Cristo resucitado: «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: En nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar» (Hch 3,6-8). El vigor físico recobrado y el gozo espiritual del lisiado, que da un alto y se pone a alabar a Dios, es señal de la nueva humanidad inaugurada y realizada por la resurrección de Jesús. El hombre recupera su libertad integral.
La resurrección de Jesús es el cumplimiento de la esperanza humana de inmortalidad. El hombre nunca se ha acostumbrado a morir, siempre ha soñado con vivir para siempre. Pero la dura experiencia de la vida le ha amargado siempre con la perspectiva del sufrimiento inevitable y de la muerte. Pues bien, ahora descubre que el dolor y la muerte no son la última palabra, que la vida no es un enigma sin meta ni salida. Lo que le ha pasado a Jesús nos pasará también a nosotros, su resurrección es fundamento y garantía de la nuestra.
La resurrección de Jesús nos da una nueva luz y una nueva energía para soportar las dificultades de la vida. En ella hemos aprendido que Dios no es alguien que se conforme con las injusticias, como la de matar al mejor hombre que ha pisado nuestra tierra. Que Dios no ha creado hijos para que acaben en el sufrimiento y la muerte. Desde entonces sabemos que nuestras cruces acabarán en felicidad, nuestro llanto en cantares de fiesta. Que todos los que luchan por ser cada día más hombres, un día lo serán. Que todos los que trabajan para construir un mundo más humano y justo, un día lo disfrutarán. Que todos los que creen en Cristo y le siguen, un día sabrán lo que es vivir. Que todos los que tienen sed de amor, un día quedarán saciados.
La resurrección de Jesús hace posible nuestro encuentro con él. Jesús es el Viviente que, estando ya junto al Padre para interceder por nosotros, se hace presente en nuestra vida para acompañarnos en nuestro caminar: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La vida de cada uno de nosotros la vivimos dos, Jesús y yo. Y esta presencia amorosa y liberadora de Jesús en nuestras vidas cobra especial vigor cuando nos reunimos para la «fracción del pan». Porque en la eucaristía, no sólo recordamos su muerte y resurrección, sino que participamos realmente de su vida divina, hasta que lleguemos al encuentro definitivo.
La resurrección de Jesús crea la Iglesia. Los discípulos se dispersaron en el momento de la pasión y de la muerte. Jesús resucitado los vuelve a convocar y establece definitivamente su familia, la Iglesia, que es la comunidad de los que han conocido la Buena Noticia de la resurrección y en la que se comparte y aviva la experiencia del Resucitado.
La resurrección de Jesús nos envía como testigos a todo el mundo. En las apariciones, Jesús encargó a sus discípulos la misión definitiva: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo» (Jn 20,21). «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,18-20).
La resurrección de Jesús es experiencia de misericordia y de perdón. Jesús perdona la traición de Pedro y el abandono de los demás discípulos. Pero, además, les encarga el ministerio del perdón: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).
La resurrección de Jesús es un acontecimiento de verdadera promoción de la mujer. Los sentimientos profundos de fidelidad y de piedad de las discípulas de Jesús, les dieron el coraje de acompañarlo hasta la cruz y de ser las primeras en acercarse al sepulcro. Y Jesús se lo premió haciéndolas las primeras en recibir el anuncio jubiloso de la resurrección, las primeras en encontrarse con el Señor resucitado y las anunciadoras de la noticia a los apóstoles. Se produce aquí una revaloración radical de las mujeres. Para los judíos, no valía la pena perder el tiempo enseñando la Ley a las mujeres. Para Jesús, ya no son las últimas sino las primeras en conocer y transmitir la verdad fundamental de su resurrección.
A la vista de la importancia central de la resurrección de Jesús para nuestra vida, cabría hacer una última observación. La espiritualidad y la piedad cristiana tradicional ha insistido mucho en el acompañamiento del Jesús sufriente. Así se explica la importancia que tiene la Semana Santa y venerables prácticas piadosas como el «Vía crucis». Y esto ha quedado plasmado en la iconografía: Cristo crucificado es la imagen más frecuente en templos, casas y hasta en caminos. ¿Seguimos con igual intensidad a Cristo glorificado? San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, junto al «Vía crucis» (Camino de la cruz), propone un «Vía lucis» (Camino de la luz), es decir, una contemplación de catorce apariciones del Resucitado. ¿No necesitaríamos los cristianos actuales insistir más en la espiritualidad pascual, ser más expertos en el canto de la Pascua, que es el canto a la vida, al triunfo definitivo de todo lo que es vida?
Artículo escrito por Miguel Payá Andrés en www.franciscanos.org
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